En esta nueva propuesta, su segunda en esta sala, la artista valenciana María Álvarez abre la cancela de
un jardín imaginado. Cada cuadro es una fantasía entre paréntesis.. una ventana a lo esencial, el
espacio donde convergen tres ideas vertebrales, manifiestos del todo que nos envuelve y del rio que nos
lleva.
Por un lado el personaje, el ser humano que vive y se concibe, que se piensa y se pregunta, que espera
al conocimiento y reposa mientras aquél llega. Su alma intuida conceptualiza la obra elevándola por
encima del arte, tan recurrente a lo largo de los tiempos, sobre flores, plantas y esas cosas. Su cuidada
ausencia de rasgos fisionómicos lo define como un individuo que combina conjeturas sin género, un
frasco de perfume apasionante en el que coexisten aromas de percepción hermosamente humanos,
elementalmente profundos.
Por otro lado la naturaleza que le cierne, el mundo vegetal representado en una planta única, ejemplar
de una especie imposible, hija e ideada por su creadora. Formas orgánicas que emergen del interior al
exterior, como emociones y sentimientos que dialogan con el personaje. No busquemos esas floras en
los tratados de botánica, ni en las apps localizadoras de ejemplares o familias. Las plantas que
protagonizan cada uno de estos cuadros pertenecen a un quimérico vergel. Son el elemento que da
energía y color a cada obra. La firma de la vida jugando a exhibirse, a bailar en la quietud aparente
propia de su condición.
El tercer componente es el hábitat que sostiene al hombre y el huerto en el que la planta ha enraizado.
Un cuenco de diseño, hogar de ambos… jarros situados en una habitación onírica, ideales recipientes de
cerámica, vasijas difícilmente posibles.
Todo flota en un espacio ajeno, todo brilla sobre un fondo de penumbra.
Escenas de estudio y naturalezas contenidas. Cuidadas composiciones minimalistas que forman parte
del universo imaginario de la artista. Un mundo sin adornos, donde sólo lo esencial tiene cabida. La luz
no es la del sol, sino que viene de ninguna parte… apenas hay sombras en estos nuevos cuadros, algunas
en direcciones opuestas, como proviniendo de varios soles, tan propias a sus espacios anteriores. María
vierte su mente en esta serie tranquila, equilibrada, el jardín de los ikebanas, el jardín de sus plantas
más queridas y pensadas…
Una obra que se alimenta de la tradición japonesa. Según aquella, los ikebanas sirven para transmitir la
idea mística de perfección, para maravillarse una y otra vez ante la inagotable belleza de la vida. Esa es
la médula estética de la serie. La transmisión de tal mensaje se articula mediante un lenguaje artístico
muy sutil. Los arreglos no sólo emocionan por su belleza, también proporcionan quietud y paz interior.
Es un arte que elude lo espectacular, que invita al recogimiento, al silencio y a la intimidad, estimulando
las relaciones del alma con el orden oculto de la naturaleza, con el enigma del universo.
María Álvarez, artista de la belleza recogida, de lo conciso y de lo poético, tras tres lustros desde su
primera exposición, ha mantenido su trayectoria fiel a un ideario, a una iconografía y unas claves
primordiales: la expresividad del silencio, la figuración estatuaria, el cuadro como metáfora existencial,
el minimalismo y el aseo escénicos, claves que perviven en el tiempo maduradas y enriquecidas por el
oficio y el talento.
Y esa es su gran aportación, la causa por la que su obra es demandada por coleccionistas y amantes del
arte de todo el mundo, por personas que acceden a ella a través de las redes sociales y que disfrutan de
su convivencia en la intimidad de sus hogares. Gracias a la Galería Alba Cabrera hoy tenemos la
oportunidad de contemplarla, de hacerla nuestra.
La obra de María Álvarez es para llenarse de ella.